Difícil y angustiosa victoria de
Dilma en el balotaje de ayer, la más estrecha jamás habida en la historia
brasileña, según consignan varios periódicos en sus portales. En el balotaje
del 2006 Lula derrotó al candidato del PSDB Geraldo Alckmin por más de veinte
puntos: 61 a 39 por ciento. En el 2010 Dilma doblegó en la segunda vuelta al
también tucano José Serra por unos doce puntos: 56 versus el 44 por ciento.
Ayer derrotó a Aécio por apenas tres puntos: 51.6 a 48.4 por ciento. Angustiosa
e incierta no tanto por la escasa diferencia con que derrotó a su rival como
por las agónicas tres semanas de campaña en donde, por momentos, el PT aparecía
condenado a emprender un humillante regreso al llano luego de doce años de
gobierno. Y si esto estuvo a punto de ocurrir fue más a causa de errores
propios que de los méritos de su muy conservador oponente.
Como lo hemos señalado en numerosas
oportunidades, los pueblos prefieren el original a la copia. Y si el PT hizo
suya -en sus grandes líneas, aunque no en su totalidad- la agenda neoliberal de
la derecha brasileña nadie puede sorprenderse que en una coyuntura tan
complicada como la actual un significativo sector de la ciudadanía hubiera
manifestado su predisposición a votar por Aécio. Es cierto que hubo algunas
heterodoxias en la aplicación de aquella receta, la más importante de las
cuales fue la creación del programa Bolsa Familia. Pero en lo tocante a las
orientaciones económicas fundamentales la continuidad de la tiranía del capital
financiero y su reverso, la fenomenal deuda pública del gobierno federal, unida
al raquitismo de la inversión social ( ¡aproximadamente una décima parte de lo
que paga por concepto de intereses de la deuda pública a los banqueros!), la
deliberada despolitización y desmovilización popular que marcaron la gestión
del PT desde sus inicios más el retraso en el combate a la desigualdad y en
atender a problemas como el transporte público -entre tantos otros- que afectan
al bienestar de las clases y capas populares (en especial a sus grupos más
vulnerables como los afrobrasileños, los marginales de la ciudad y el campo, la
juventud) terminaron por empujar al PT al borde de una catastrófica derrota.
Contrariamente a lo que sostienen algunos de sus publicistas el
“posneoliberalismo” todavía no se ha asomado en el Planalto.
El alivio ofrecido por el veredicto
de las urnas en el día de ayer será de poca duración. A Dilma le esperan cuatro
años durísimos, y otro tanto se puede decir acerca de Lula, su único posible
sucesor (al menos hasta el día de hoy). Una de las lecciones más ilustrativas
es la ratificación de la verdad contenida en las enseñanzas de Maquiavelo cuando
decía que por más que se le hagan concesiones los ricos y poderosos jamás
dejarán de pensar que el gobernante es un intruso que ilegítimamente se
inmiscuye en sus negocios y en el disfrute de sus bienes. Son, decía el
florentino, insaciables, eternamente inconformistas y siempre propensos a la
conspiración y la sedición. La tremenda ofensiva desestabilizadora lanzada en
las últimas tres semanas por los capitalistas brasileños desde la Bolsa de
Valores de Sao Paulo, por el capital financiero internacional (recordar las más
que notas arengas de The Economist, y el Wall Street Journal, entre otros) y la
potente artillería mediática de la derecha brasileña (red O Globo, Folha, O
Estado de Sao Paulo y revista Veja, principalmente) es aleccionadora, y demuestra
los equívocos en que cae un gobierno que piensa que cediendo terreno a sus
demandas logrará al fin contar si no con la lealtad al menos con la tolerancia
de los poderosos.
Dilma corre el riesgo de ser
asfixiada por rivales cuya extrema belicosidad se hizo patente en la campaña
electoral y que no parecen muy dispuestos a esperar otros cuatro años para
llegar al gobierno. Por eso la hipótesis de un “golpe institucional”, si bien
muy poco probable no debería ser descartada apriorísticamente, lo mismo que el
desencadenamiento de una feroz ofensiva desestabilizadora encaminada a poner
fin a la “dictadura” petista que según la derecha cavernícola reunida en el
Club Militar estaría “sovietizando” al Brasil.
Lo ocurrido con José Manuel Zelaya
en Honduras y Fernando Lugo en Paraguay debería servir para convencer a los
escépticos de la impaciencia de los capitalistas locales y sus mentores
norteamericanos para tomar el poder por asalto ni bien las circunstancias así
lo aconsejen. Para no sucumbir ante estos grandes factores de poder se
requiere, en primer lugar, la urgente reconstrucción del movimiento popular
desmovilizado, desorganizado y desmoralizado por el PT, algo que no podrá
hacerlo sin una reorientación del rumbo gubernamental que redefina el modelo económico,
recorte los irritantes privilegios del capital y haga que las clases y capas
populares sientan que el gobierno quiere ir más allá de un programa
asistencialista y se propone modificar de raíz la injusta estructura económica
y social del Brasil. En segundo término, luchar para llevar a cabo una
auténtica reforma política que empodere de verdad a las masas populares y abra
el camino largamente demorado de una profunda democratización.
El Congreso brasileño es una
perversa trampa dominada por el agronegocio y las oligarquías locales (253
miembros del Frente Parlamentario de la Agroindustria, que atraviesa casi todos
los partidos, sobre un total de 513) producto del escaso impulso de la reforma
agraria tras doce años de gobierno petista y las interminables piruetas
políticas que tuvo que hacer para lograr una mayoría parlamentaria que sólo se
destraba desde la calle, jamás desde los recintos del Legislativo. Pero para
que el pueblo asuma su protagonismo y florezcan los movimientos sociales y las
fuerzas políticas que motoricen el cambio –que ciertamente no vendrá “desde
arriba”- se requerirá tomar decisiones que efectivamente los empoderen. Ergo,
una reforma política es una necesidad vital para la gobernabilidad del nuevo
período, introduciendo institutos tales como la iniciativa popular y el
referendo revocatorio que permitirán, si es que el pueblo se organiza y
concientiza, poner coto a la dictadura de caciques y coroneles que hacen del
Congreso un baluarte de la reacción.
¿Será este el curso de acción en que
se embarcará Dilma? Parece poco probable, salvo que la irrupción de una
renovada dinámica de masas precipitada por el agravamiento de la crisis general
del capitalismo y como respuesta ante la recargada ofensiva de la derecha
(discreta pero resueltamente apoyada por Washington) altere profundamente la
propensión del estado brasileño a gestionar los asuntos públicos de espalda a
su pueblo. Esta es una vieja tradición política, de raíz profundamente
oligárquica, que procede desde la época del imperio, al promediar el siglo
diecinueve, y que ha permanecido con ligeras variantes y esporádicas
conmociones hasta el día de hoy.
Nada podría ser más necesario para
garantizar la gobernabilidad de este nuevo turno del PT que el vigoroso
surgimiento de lo que Álvaro García Linera denominara como “la potencia
plebeya”, aletargada por décadas sin que el petismo se atreviera a despertarla.
Sin ese macizo protagonismo de las masas en el estado éste quedará prisionero
de los poderes fácticos tradicionales que han venido rigiendo los destinos de
Brasil desde tiempos inmemoriales. Y su consecuencia sería desastrosa no sólo
para ese país sino para toda Nuestra América porque tanto Aécio como el bloque
social y político que él representa no bajarán los brazos y no cejarán en sus
empeños para “desacoplar” a Brasil de América Latina, liquidar a la UNASUR y la
CELAC, promover el TLC con Estados Unidos y Europa y el ingreso a la Alianza
del Pacífico y erigir un “cerco sanitario” que aísle a Cuba, Bolivia, Ecuador y
Venezuela del resto de los países de la región. Un programa, como se comprueba
a simple vista, en sintonía con la prioridad estratégica fundamental de Estados
Unidos en la turbulenta transición geopolítica global que no es otro que
regresar América Latina y el Caribe a la condición en que se hallaban la noche
del 31 de Diciembre de 1958, en vísperas del triunfo de la revolución cubana.
Es que cuando el imperio ve peligrar
sus posiciones en Medio Oriente, en Asia Central, en Asia Pacífico e inclusive
en Europa su reflejo inmediato es reforzar el control sobre lo que tanto Fidel
como el Che caracterizaron como su retaguardia estratégica. Es decir, nosotros.
Lo hizo en la década de los setentas, cuando era socavado por el efecto
combinado de la crisis del petróleo, la estanflación y las derrotas en
Indochina, principalmente Vietnam. En aquella coyuntura su respuesta fue
instalar dictaduras militares en casi toda América Latina y el Caribe. Y
tratará de hacerlo nuevamente ahora, cuando su situación internacional está
mucho más comprometida que en aquel entonces.
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