Su papá la dejó en la puerta del colegio, la del zaguán que conducía hasta la propia entrada a las instalaciones escolares. Las “Hermanas del Amor de Dios” dirigían esa unidad educativa. Ella se bajó del carro con su traje de tul azul. Se levantó tempranito para contemplar el tejido delgado y transparente de seda que en forma de malla vestiría su cuerpo en unos minutos más. Su mamá lo compró una semana antes. Esos siete días la llenaron de anhelo. Verse en esa envoltura de mariposa bailarina se convirtió en una ilusión que la hacia muy feliz. Fueron siete días de esperanza, de sentirse transformada, en hacer realidad el sueño de bailar. Una semana completa hablándole a su familia del tul azul.
Llegó el día. Amaneció emperifollada. En plena oscuridad antes que los rayos iluminaran el cielo azul intenso, despejado de nubes en toda su magnitud, ella ya se había arreglado y pintado su cara. Era la fiesta de carnaval. Se sentó en la sala a esperar a su papá. No desayunó. La emoción le quitó el hambre. Quietecita aguardó con paciencia la hora de salir para el colegio de las religiosas. Al llegar a la puerta del zaguán su papá le dijo: “…disfruta tu fiesta hijita…vengo por ti a las dos de la tarde…” y ella entró a ese porche que se le hizo muy largo, más que todos los días cuando caminaba por allí para ir a su salón de segundo grado. Cada paso que daba aceleraba los latidos de su corazón. Era tanta la excitación que se llevaba las manos a su pecho para calmar sus alteradas palpitaciones. Abrió la puerta y ahí estaba la Hermana que recibía diariamente a los niños. La miró sonreída, contenta porque iba a recoger un halago complaciente. Pero al ver el rostro de sorpresa que puso Sor Deodida, cambiándole a esa cara que expresa disgusto, ella se paró en seco y asimismo su corazón. “…la fiesta no es hoy…es mañana…” Giró la vista a su alrededor y se dio cuenta que las niñas iban vestida con su uniforme de diario. Ella era la única en su traje de tul. Vergüenza fue lo que sintió de inmediato. La pintura de su cara se derritió y su ánimo se convirtió en tristeza. Bajó la cabeza para evitar que le vieran las primeras lágrimas, cuando escuchó las palabras agrias que salieron de la boca de esa monja que remata el cuadro de desasosiego de la niña diciéndolo “…así no puedes entrar al salón…regresa al zaguán y espera que tus padres te vengan a buscar…”
Al borde de la desesperación no sabe qué hacer. Da media vuelta y llorando en silencio para que no la escuche nadie, decide sentarse en el suelo. Ahí estaba con su traje de tul mojado de desconsuelo, con las piernas recogidas y su corazón herido. Ella había entendido que la fiesta era el jueves y así lo dijo en su casa. El zaguán, de cálido portal, pasó a ser generador de frío. Arrinconada vio entrar a las niñas de todos los grados. La miraban a ella y se reían en tono burlón. Hasta un perro callejero intento lamerle sus zapaticos y lo tuvo que sacudir. Tenía sed y no pudo beber. Contuvo el orine hasta que se hizo en sus pantaleticas. Ahora con hambre el llanto brotó como cascada de río turbulento. Adentro las monjas oían el sufrir de la niña. Parece que lo disfrutaban como si fuera una pena por haber cometido un trágico error. Sentenciaba entre sollozos: "…No son buenas estas monjas. ¿Por qué se llaman Hermanas del Amor de Dios…?"
Cuando apareció su papá, su lanzó a sus brazos esperando la consolación. La ternura del padre que ella buscó toda la mañana ahora fue cuando la encontró y progresivamente llegó la calma. Los gemidos fueron cediendo en la medida que su papá la acariciaba y la empapaba de cariño.
Al llegar a la casa le dijo a su mamá”…no voy más a esa escuela…” y se fue a su cuarto a recostarse en la cama. Aún con la huella que la desilusión y vergüenza dejan en el alma, se fue quedando dormida y soñó: se veía entrando a la cocina de su casa. Hurgaba entre las cosas de limpieza y encontró lo que necesitaba. Seguía removiendo enseres hasta dar con el paquete que le faltaba. Tomó un frasco vacío y echó el líquido. Se guardó el paquetico y salió de su casa. Corrió hacia el colegio. Vio el largo vestíbulo y focalizó la mirada en el sitio donde soportó la vergüenza por maldad de la monja. Vertió el líquido llenando todo el zaguán de gasolina y del paquetico hizo prender un fósforo. Las llamas alzaron en vuelo y refugiándose en la plaza que a una cuadra quedaba contempló la quema de su calvario. Entre las llamas pudo distinguir el hábito de la Hermana Deodida.
Sobresaltada por lo que acababa de soñar, se despertó en el estado de exaltación que combina temor y justicia. Las imágenes volvían a aparecer en su nivel consciente. Una y otra vez, aún en la cama y en la misma posición que adoptó dormida, latían las ideas de lo soñado. Lo fue repitiendo en su mente, hasta que estuvo convencida de lo que podría hacer. Entonces se repone, sentada y erguida, con firmeza y muy decidida se dice a sí misma: “…eso es lo que haré…”
lunes, 20 de febrero de 2012
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