Las expectativas revolucionarias están latentes. El pueblo consciente demanda viabilidad de lo que se promueve como poder popular. La diferencia entre reforma y revolución tiene que instrumentarse en la cotidianidad de la práctica del Proceso. La nueva fase, que debe arrancar a partir de los resultados del 23/11, tiene que consolidar la tesis ideológica del SSXXI y la transferencia de la toma de decisiones a las comunidades organizadas. Esto se adquiere con mayor nivel de compromiso político, convencimiento pleno de romper las resistencias al avance del cambio de estructura y una clara actitud moral contra la corrupción.
Por lo tanto, la nueva cohorte generacional que asuma la conducción del Proceso a partir del 23/11, tiene que manifestar sus hechos de gobierno con base en las necesidades reales del colectivo y atendiendo los compromisos implícitos en los actos constituyentes y soberanos de las comunidades organizadas.
Si hasta ahora eso no ha ocurrido, debido entre otras razones al analfabetismo ideológico y a la rigidez del Estado reformista, ya estas no pueden ser las variables en uso para negar el poder popular. Si la cohorte del mando regional y local ha actuado muy similar a la IV República con base en decisiones usufructuarias del poder, clientelares y sin ser consultadas con el pueblo, ya esa práctica viciada y contrarrevolucionaria se agotó. Ahora lo que viene es la conversión de los mandos del Estado en vocerías populares y la toma de decisiones por parte del pueblo a través de las asambleas, cabildos, organizaciones comunitarias, grupos de acción social y nuevas estructuras de participación ciudadana. Viene ahora la fase de los presupuestos estimados y ejecutados por las mismas comunidades; la implantación de la contraloría social; el acoplamiento de los programas gubernamentales a las tareas cotidianas del colectivo. Lo que viene es que los gobernadores, alcaldes, diputados regionales, asuman su nuevo rol como voceros: hablan lo que le diga el pueblo y no quien decide en su nombre convirtiéndose en cúpula de mando. Esto por supuesto no lo puede entender quien no tenga la convicción revolucionaria, por lo que enfatizo lo de las cohortes. La nueva cohorte tiene que ser transformadora y estar persuadida que el mando no es de un ser supremo que posee un conglomerado de vasallos que se debe al gobernante.
La nueva cohorte tiene que despojarse de la superioridad humana, generadora de egocentrismo, vanidad, codicia, prepotencia y pragmatismo, para asimilar la horizontalidad jerárquica, humildad igualitaria y fomento del bien común sustentado en la buena voluntad y el amor al prójimo. Si no lo hace, el proceso alarga la fase de transición y no habrá revolución. Si la nueva cohorte no se acopla al momento que exige el Proceso, puede ser que el pueblo se lo demande de una manera insospechada.
Los candidatos del PSUV tienen tres meses para aprender a ser revolucionarios en la nueva fase de cambio estructural y entender cómo transferir la toma de decisiones a las comunidades organizadas. Tres meses que deben ser empleados también por las comunidades para ejercitarse en la práctica del cogobierno y exigirles a sus voceros una conducta acoplada a la democracia directa. Las elecciones del 23/11 tienen que ser actos revolucionarios y no actos burocráticos. Y eso significa tomarle el paso a la historia y seguir su cadencia de ritmo para ir de frente hacia la emancipación popular.
sábado, 16 de agosto de 2008
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